Por Eduardo Fabregat
Dejar caer un ente, empresa, institución dependiente del Estado, vaciarla, subejecutar su presupuesto y no hacer nada con sus urgencias, luego apelar a la necesidad de un aporte privado y que ingresen los amigos a hacer negocios. ¿Suena conocido? Hay ejemplos más viejos, pero el modus operandi podría definirse como menemismo explícito.
Tampoco es la primera vez que se asocia a la administración Macri con los ‘90, y ésta es una nueva certificación. El hecho es tan notorio que obliga a preguntarse si es posible: el Gobierno de Buenos Aires permitió que se alquilara el Teatro San Martín para una fiesta privada. “Sólo” hubo que suspender funciones en la Sala Cunill Cabanellas y la Casacuberta, y a cambio se obtuvieron 80 mil dólares para invertir en equipamiento. Negocio redondo, todos contentos.
¿Todos contentos? El punto es que –resulta extraño que haya que recordárselo a los dirigentes– las cosas no funcionan así. No deberían, al menos. El año pasado, los actores del Complejo Teatral divulgaron desde el escenario sus dificultades para cobrar, la reducción presupuestaria que acosaba a los teatros, sus empleados y contratados artísticos. La solución macrista no fue respetar el presupuesto que la cultura debe tener, sino generar un escenario en el que la dádiva de un empresario sea naturalizada, vista como un encomiable aporte a la cultura, un recurso pragmático a defender. “¿Qué tiene de malo?”, se preguntará más de uno, amparándose en las cositas que recibió el teatro. Después de todo, ya sucedió algo similar con el Centro de Experimentación del Colón, alquilado a Converse para un show de Marky Ramone a cambio de indumentaria para el cuerpo de ballet. Después de todo, a la plaza de la esquina también la cuida una empresa privada, y el Opera sigue llevando el logo del Citi en la marquesina aunque diga “Opera” allá arriba, donde casi nadie mira.
Semejante bastardización de la cultura resulta asombrosa, aun para un gobierno que se concentra en megaeventos mientras socava las pequeñas expresiones. La fiesta de Von Buch puede inaugurar una lista de precios para que un empresario cualquiera (en rigor, no cualquiera: uno bien relacionado) haga su aporte. A cuánto dos salas del San Martín, una coreografía del cuerpo de danza y el monólogo de un actor al que se le deben cuatro meses. Cuánto la función privada en el Teatro Sarmiento con paseo por el Zoológico. Cuánto el paquete turístico, visita a la Bombonera y cena-show en el Teatro de la Ribera. Vamos, todo vale, que hay que salvar a los teatros en peligro. Y, sobre todo, “salvarlos” dejando en las sombras a los responsables de que esos teatros estén en semejante peligro.
Macri lo hizo.
Fuente: Informe Urbano
Dejar caer un ente, empresa, institución dependiente del Estado, vaciarla, subejecutar su presupuesto y no hacer nada con sus urgencias, luego apelar a la necesidad de un aporte privado y que ingresen los amigos a hacer negocios. ¿Suena conocido? Hay ejemplos más viejos, pero el modus operandi podría definirse como menemismo explícito.
Tampoco es la primera vez que se asocia a la administración Macri con los ‘90, y ésta es una nueva certificación. El hecho es tan notorio que obliga a preguntarse si es posible: el Gobierno de Buenos Aires permitió que se alquilara el Teatro San Martín para una fiesta privada. “Sólo” hubo que suspender funciones en la Sala Cunill Cabanellas y la Casacuberta, y a cambio se obtuvieron 80 mil dólares para invertir en equipamiento. Negocio redondo, todos contentos.
¿Todos contentos? El punto es que –resulta extraño que haya que recordárselo a los dirigentes– las cosas no funcionan así. No deberían, al menos. El año pasado, los actores del Complejo Teatral divulgaron desde el escenario sus dificultades para cobrar, la reducción presupuestaria que acosaba a los teatros, sus empleados y contratados artísticos. La solución macrista no fue respetar el presupuesto que la cultura debe tener, sino generar un escenario en el que la dádiva de un empresario sea naturalizada, vista como un encomiable aporte a la cultura, un recurso pragmático a defender. “¿Qué tiene de malo?”, se preguntará más de uno, amparándose en las cositas que recibió el teatro. Después de todo, ya sucedió algo similar con el Centro de Experimentación del Colón, alquilado a Converse para un show de Marky Ramone a cambio de indumentaria para el cuerpo de ballet. Después de todo, a la plaza de la esquina también la cuida una empresa privada, y el Opera sigue llevando el logo del Citi en la marquesina aunque diga “Opera” allá arriba, donde casi nadie mira.
Semejante bastardización de la cultura resulta asombrosa, aun para un gobierno que se concentra en megaeventos mientras socava las pequeñas expresiones. La fiesta de Von Buch puede inaugurar una lista de precios para que un empresario cualquiera (en rigor, no cualquiera: uno bien relacionado) haga su aporte. A cuánto dos salas del San Martín, una coreografía del cuerpo de danza y el monólogo de un actor al que se le deben cuatro meses. Cuánto la función privada en el Teatro Sarmiento con paseo por el Zoológico. Cuánto el paquete turístico, visita a la Bombonera y cena-show en el Teatro de la Ribera. Vamos, todo vale, que hay que salvar a los teatros en peligro. Y, sobre todo, “salvarlos” dejando en las sombras a los responsables de que esos teatros estén en semejante peligro.
Macri lo hizo.
Fuente: Informe Urbano