Mentira verdadera
Correcta versión de Arthur Miller con protagónico de Oscar Martínez y puesta de Daniel Veronese.
Por: Camilo Sánchez
El hombre hizo plata, pagó religiosamente los impuestos, dejó de escribir poemas hace décadas. Está muy adaptado, con todos los deberes sociales correspondientes bajo control. Fue un acompañante atento de la crianza de Bessie, su hija mayor, y le enseñó a esquiar y a escalar montañas a Benjamín, su hijo menor. Sólo que ellos no sabían de la existencia uno del otro hasta el desbarranco automovilístico de su padre por el Monte Morgan.
Junto a la rodada, el señor Lyman Felt -que ha pasado los 50 y alcanzó a superar, entre otras cosas, la edad que tenía su padre en el momento de la muerte-, se accidentan también los mundos que este eficaz vendedor de seguros había diseñado paralelos. Sus dos mujeres aparecen por la clínica y la angustia por el destino de su esposo se trastoca en otra, existencial: cómo seguir viviendo cuando se instala la verdad.
El descenso del Monte Morgan es una de las últimas obras de Arthur Miller. Escrita en 1991, trabaja -como lo sugiere el director, Daniel Veronese, en el programa del espectáculo- sobre la crítica moral del marido engañador y, a la vez, enarbola la defensa del deseo del hombre que ha hecho felices a sus mujeres. Arrinconado por las circunstancias, el señor Felt, desde el hospital, intenta incluso el contraataque, con ganas de desenmascarar hipocresías ajenas.
El desafío para el director no ha sido fácil porque a la artillería verbal de la pieza se le suma un quietismo espacial muy riguroso: los alrededores de una cama de hospital. Por suerte, hay muchos momentos en que se mezclan los tiempos y el pasado se hace presente, ayudando así a descomprimir la linealidad de la acción.
Oscar Martínez encuentra el tono de su sinuoso Lyman Felt desbordado por la realidad y resulta inquietante la presencia física que le imprime Eleonora Wexler a su Leah. En un elenco -Carola Reyna, Ernesto Claudio, Malena Figó- de interpretaciones precisas, Gaby Ferrero, como la enfermera, no pasa desapercibida, y alcanza, en ciertos momentos de intimidad con su paciente, una cercanía creíble. La pieza allí reposa del ritmo que le imprime la dirección.
La escenografía es contundente en su sugerencia: los paneles con reflejos y transparencias exponen todo de tal manera que, a la vez, lo oculta; así como las líneas de iluminación, que, durante buena parte, surgen desde el piso. Es interesante, también, la compaginación musical, cuando interacciona con el diseño y las luces para generar cambios de rumbo de la obra.
Fuente: Clarín