PURA MUSICA LA ORQUESTA DE ANÍBAL TROILO, CON ÉL INCLUIDO, ERA DE UNA PRECISIÓN ABSOLUTA. SUS MÚSICOS SABÍAN DE MEMORIA 120 PARTITURAS, PORQUE NO LAS QUERÍA SOBRE EL ESCENARIO. ALLÍ ERA SÓLO "EXPRESIÓN".
Hoy se cumplen 35 años de la muerte del máximo bandoneonista del tango. Compositor, director de orquesta, maestro de cantores y hombre generoso, dejó un sello indeleble en la música de la ciudad.
Por: Eduardo Parise
La historia empezó cuando aquel chico, que se llamaba Aníbal Carmelo Troilo y vivía en el barrio de Palermo, jugaba con una almohada: apoyándola sobre sus rodillas, mientras escuchaba tangos por la radio, la estrujaba simulando que tocaba un bandoneón. Pero para que empezara la leyenda de Pichuco, el mito de El Gordo, debería pasar algo más de medio siglo. Habría que esperar hasta el 18 de mayo de 1975, hace hoy exactamente 35 años, para saber que ese hombre que desaparecía físicamente estaba incorporándose para siempre como un nuevo dios al Olimpo de la argentinidad.
¿Qué era lo que había hecho para que semejante devoción, en aumento aunque pasen años, tuviera tamaña repercusión? Simplemente había vivido apenas seis décadas repartiendo talento como artista y generosidad como ser humano.
"Era un hombre de un refinamiento exquisito. Pichuco fue lo que se dice un elegante tanto en el vestir como en el pagar, porque ha levantado muertos delante mío con una elegancia tal que nadie se daba cuenta quién pagaba la mesa", recuerda el poeta Horacio Ferrer, avalando aquello de que Troilo sólo fue flaco con él mismo, como dice uno de sus versos que lo evoca.
Aquel refinamiento, según Ferrer, estaba presente en todos sus actos. "Pichuco sabía disfrutar con la música, pero también con un champán o un vermú de primera; es que la misma elegancia que tenía para vestir la usaba para vivir".
Para entonces ya había pasado el tiempo de formación junto con otros grandes como Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese, Ciriaco Ortiz o Alfredo Gobbi. Ya había actuado con Julio De Caro, Juan Maglio, Juan D'Arienzo o Angel D'Agostino. También había quedado atrás aquel debut profesional con 14 años en el Petit Colón de Córdoba y Laprida y aquel 1º de julio de 1937 cuando en el cabaret Marabú, con sólo 23 años, se presentaba dirigiendo su propia orquesta.
Y como si eso fuera poco, también había encontrado a Dudui Ida Calahi, una mujer bellísima nacida en Grecia, pero que estaba aquí desde sus 6 años. Esa mujer era Zita ("Troilo con pollera", la define Ferrer) con quien se casó en 1938 y quien lo acompañó hasta el final, más allá de algunos terremotos temporarios en la relación. "Es que por Zita yo volteé toda la estantería", solía decir Troilo para hablar de ese ángel guardián que dedicó mucho de su vida a ponerle un paraguas protector a la lluvia de excesos de alcohol y otras cuestiones. "Es cierto, tenía excesos, pero hay muchos otros en todas las disciplinas que tienen los mismos excesos, pero no son Troilo", agrega Ferrer.
De Troilo se sabe mucho de lo que hizo como bandoneonista y músico, pero poco de su talento como cantor, algo que desarrolló cada vez que eligió la voz de un intérprete para que fuera un instrumento más en la estructura perfecta de su orquesta. "Es que escuchaba mucho y tenía una idea gardeliana para cantores a quienes, aun no siendo gardelianos, les elegía un repertorio con esa tendencia, lo que lo hacía genial", explica Ferrer evocando a un Pichuco cantor "con una voz chiquita, pero maravillosa".
El mismo concepto tiene Guillermo Fernández, un cantor que lo tuvo como maestro cuando era Guillermito. "Lo conocí a los 12 años en un programa llamado Tangolerías que en Canal 11 conducía Roberto Galán. Desde hacía seis años yo cantaba en las cantinas y en esos lugares el que más grita es el que más aplausos cosecha", recuerda Fernández. Y agrega: "Entonces, en un ensayo, cuando empecé a cantar Barrio de tango, Troilo me paró y me dijo 'pibe, no se grita; en el tango no se canta con el capital, se canta con el interés', algo que dijo le había enseñado don Carlos Di Sarli".
"Así fue como en su departamento de la calle Paraguay y en siete u ocho clases de una hora cada una Troilo me enseñó eso de que hay que cantar de adentro para afuera", dice Fernández al evocar esos momentos en los que Pichuco le pasaba las melodías para decirle cómo se canta. "Troilo no sabía canto, pero era maestro de cantores, sabía poca música pero era maestro de música y tocaba poco el bandoneón pero era maestro de bandoneonistas. Era impresionante".
Esa misma disciplina se reflejaba en su orquesta, una máquina precisa donde cada integrante (Troilo incluido) era un engranaje calibrado al máximo. "La orquesta ensayaba todos los días a las cuatro de la tarde en el cabaret Tibidabo y cada noche, cuando subía al escenario para actuar, mantenía hasta una disciplina estética", cuenta Ferrer. Eso iba hasta el extremo de tocar sin partitura sobre el atril. "Es que los músicos sabían 120 partituras de memoria, porque El Gordo decía que había que distinguir los trabajos del músico sobre el escenario: el de leer y el de expresarse; y si los músicos sabían todo de memoria el único trabajo que tenían para hacer era el de expresarse".
Cuando murió, el velatorio se hizo en el hall del San Martín, en la calle Corrientes que tanto amó. "Recuerdo que había una fila de cuatro personas en cada hilera, que daba vuelta toda la manzana. A cada uno de ellos él los había invitado con una copa, les había dado un beso, les había hecho algún regalo; todos ellos habían recibido algo de Troilo", concluye Ferrer. Y sintetiza ese momento con una imagen que le quedó grabada. "Recuerdo que me quedé frente al cajón mirándolo y me di cuenta de algo impresionante: Pichuco estaba todo muerto menos sus manos; eran las mismas manos que tanto habían hablado y seguirán hablando". Treinta y cinco años después, aquella visión del poeta se mantiene imbatible.
Fuente: Clarín