San Miguel Arcángel



Se trabó un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón. (Apocalipsis, 12, 7)



San Miguel, el príncipe de los ángeles y el protector de la Iglesia, siempre ha defendido el honor y la gloria de Dios tanto en la tierra como en el cielo. Fue él quien echó del paraíso a Lucifer y sus cómplices. La Iglesia celebra esta fiesta en su honor, y Francia, que lo ha elegido por protector, a menudo ha experimentado los venturosos efectos de su protección. Luis IX creó en su honor la célebre Orden de San Miguel; Rusia también lo tuvo en gran veneración.


MEDITACIÓN SOBRE SAN MIGUEL


I. Lucifer se había rebelado contra Dios: tal vez se negaba a adorar el misterio de la Encarnación, que Dios había revelado de antemano a sus ángeles. Imita el celo de este arcángel cuando se trata de los intereses de Dios: declárate abiertamente en contra de los impíos. Cuando el mundo con sus placeres o el demonio con su orgullo te ataquen, diles con San Miguel: ¿Quién como Dios?" Mundo, placeres, honores, riquezas, ¿Pueden acaso tus recompensas compararse a las que Dios me reserva? ¿Quién como Dios?
II. La humildad y la sumisión procuraron a San Miguel una gloria eterna, y el orgullo precipitó a Lucifer a los abismos infernales. ¡Temblad, soberbios! la vanidad es la que ha perdido a la más hermosa de todas las creaturas. Humillémonos y temamos comparecer ante Dios que hasta en los ángeles ha encontrado corrupción. ¡Cayeron los astros del cielo, y yo, lombriz, no tiemblo!
III. Debes honrar a San Miguel, porque es el príncipe de la Iglesia que debe un día asistir al examen de toda tu vida. ¿Qué dirás? ¿qué harás en ese tremendo día? No podrás esperar ayuda alguna ni de tu riqueza ni de tu ciencia. Sólo tus buenas obras abogarán a tu favor ante el Juez supremo. ¿Bastarán para asegurarte una gloria eterna? Llegará ese día en el que un corazón puro valdrá más que palabras hábiles, una buena conciencia más que una bolsa llena de oro. (San Bernardo).


ORACIÓN


Oh Dios, que reguláis con infinita sabiduría los diversos ministerios de los ángeles y de los hombres, dignaos concedernos como protectores en la tierra a esos espíritus bienaventurados que no cesan en el cielo de ofreceros sus servicios y homenajes. Por J. C. N. S. Amén.




Introito (Ps. 102). -Bendecid al Señor, todos sus Ángeles, vosotros, de gran poder, ejecutores de sus órdenes, obedientes a la voz de sus mandatos. -(Ps.) Bendice, ¡oh alma mía!, al Señor, y bendigan todas mis entrañas su santo nombre.

V. Gloria Patri...


Aleluya, aleluya. V. ¡Arcángel San Miguel! Defiéndenos en la lucha, para que no perezcamos en el tremendo juicio. Aleluya.
San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sed nuestro amparo contra la maldad y acechanzas del demonio. reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia Celestial, arroja al infierno con el divino poder, a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas.
S.: Amen

La Santa Misa


La Misa es un Sacrificio. La primera cosa que jamás se ha de olvidar es que la Misa es un Sacrificio, un acto por el cual la Iglesia tributa oficialmente a Dios en nombre de todos, un culto supremo de adoración o de latría, que sólo a Él es debido en virtud de la excelencia incomparable de su divino Ser, de quien todo dimana, y a quien todo finalmente va a parar. Y así la Misa se ofrece tan sólo a las Tres personas de la Santísima Trinidad.
Sus Cuatro Fines. Y precisamente el sacerdote, para reconocer el soberano dominio de Dios sobre las creaturas, ofrece a Dios a nuestro Señor Jesucristo mismo, el cual, al ser inmolado en la cruz, rindió al Padre un culto infinito de adoración y de gracias, de expiación y de impenetración. El Sacrificio de la Misa, al poner en el altar la Víctima del Calvario, nos permite adorar por medio de ella y cual conviene a Dios, darle gracias dignamente por todos sus beneficios, aplacarle plenamente mediante la oblación de la Sangre de Jesús y pedirle favores, con la certeza de ser siempre atendidos, porque esas peticiones van hechas en nombre de Aquél que, con sólo mostrar al Padre sus gloriosas llagas, intercede por nosotros sin cesar en el cielo y en la Eucaristía.
La Misa y los Tiempos Litúrgicos. Y como quiera que todos los misterios de la vida del Salvador cooperaron en unión con el del Calvario en nuestra salvación, la Iglesia celebra su aniversario en el Sacrificio de la Misa en las diferentes festividades del Ciclo Temporal, o Ciclo de Cristo. En Navidad, por ejemplo, se ofrece a Dios el divino Infante del pesebre con todo aquello en que más gloria dio Cristo al Padre, especialmente durante los años de su santa infancia. Pues la Misa, en todo ese tiempo, nos aplica de un modo muy especial las gracias particulares que Jesús entonces nos mereció, y que nos ayudarán a practicar cada año mejor las excelsas virtudes de que Jesús y María nos dieron ejemplo.
La Misa en Honor de los Santos. Pero la Misa se ofrece también en honor de los Santos, como lo demuestra el Ciclo Santoral; con lo cual se afirma que precisamente, merced a la Eucaristía - Sacrificio al par que Sacramento - llovió del cielo sobre los Santos tal torrente de gracias. De manera que cede en honra de los Santos el que glorifiquemos así la obra del Altísimo en ellos, que son sus obras maestras. También resulta un hermoso tributo de homenaje para los Santos el que unamos en el altar su memoria a la de Jesús; lo cual se hace siempre que celebramos el aniversario de su tránsito, y aun todos los días en el Canon de la Misa. Miembros como son del cuerpo místico de Cristo, es conveniente se les asocie al sacrificio de su Cabeza, ya que por sus trabajos y aun por su martirio, mezclaron su sangre con la de la Víctima divina. Por eso la Iglesia incrusta en el ara misma del altar las reliquias de los Santos y muy en especial de los Mártires en el sitio mismo en que se coloca la Sagrada Hostia. Dice a este propósito San Agustín, que toda la asamblea redimida, o sea, toda la sociedad de los Santos es el sacrificio universal, siendo ofrecida a Dios por el gran sacerdote que por nosotros se ofreció en su Pasión.
Es también para los Santos un gran honor, el mayor que dárseles pueda, el ofrecer a Dios en su nombre la Sangre de Jesucristo para adorar al Altísimo y para darle gracias por medio de Cristo, por las larguezas que con ellos usó. La eficacia de sus pasados méritos y de su oración actual suben de quilates cuando se presentan a Dios en unión con los méritos y plegarias de Jesús, Medianero universal; lo cual tiene lugar muy especialmente cuando el día de su fiesta se celebra la Misa en honor de los Santos. Parece como que Dios se complace más en la oblación de la Sangre de Jesús, cuando se pone a los Santos por medianeros. Así que, cuando asistimos a Misa, es preciso hagamos estas tres cosas:
Recomponer el Cuadro Histórico del acontecimiento de la vida de Cristo o de alguno de sus Santos, acontecimiento cuyo aniversario se celebra. A eso tiende la Misa de los Catecúmenos, con los múltiples elementos que la integran: Ornamentos, Cantos, Introito, Epístola, Evangelio, etc.
Ofrecer a Dios para su mayor honra y gloria el Misterio del Salvador o los actos de virtud practicados por el Santo que se festeja. (Canon de la Misa). No conviene - fuera del caso de necesidad - comulgar antes de haber hecho esa ofrenda, que a más de aplacar al Altísimo, nos garantiza los divinos favores.
Pedir a Dios (en el Padrenuestro) y recibir por los méritos e intercesión de Jesús y de sus Santos las gracias que ellos recibieron cuando acá abajo vivían (lo cual es fruto de la Comunión y de la Poscomunión).
Si a este método, que es el método del Misal, se añade el canto colectivo del pueblo fiel, especialmente el Canto Gregoriano, en las misas cantadas solemnes, entonces será completa la participación activa en los sacrosantos Misterios; entonces sí que beberemos en ellos el genuino espíritu cristiano en su fuente primera e indispensable, conforme a los vivos anhelos de (San) Pío X.
Se puede decir que, en general, la mejor participación, el mejor modo de asistir al Santo Sacrificio consistirá en hacer nuestras las fórmulas que el mismo sacerdote reza, no tanto repitiéndolas maquinalmente, sino sacando de ellas reflexiones serias y piadosas que correspondan a los pensamientos expresados por las oraciones de la Misa.
Tal manera de asistir a la Santa Misa, al Santo Sacrificio parece ser la preparación ideal a la Santa Comunión, por ser la misma que la Iglesia impone al Papa, a los Obispos y a todos los Sacerdotes cuando celebran. Es además muy apta para desarrollar dentro del alma los sentimientos de contrición (desde el Introito hasta las oraciones); de fe (desde las oraciones hasta el Credo); de amor (en la Comunión), y de gratitud (desde las últimas oraciones hasta el fin); sentimientos todos indispensables para recibir con fruto la Eucaristía. La participación más cumplida en la Santa Misa, que es la Comunión, alcanza por ahí todos sus frutos, por ser ella una de las aplicaciones más perfectas de las condiciones requeridas por el Decreto de Su Santidad (San) Pío X para "cosechar más copiosos frutos de la Comunión. Esas condiciones son: una preparación más esmerada y una acción de gracias conveniente a la recepción del divino Sacramento".


Por: Don Gaspar Lefébvre O.S.B

" El poder de los modelos mentales "

. . .Una de nuestras alucinaciones permanentes es la convicción de que el mundo que vemos es el mundo real. Segun estudios neurocientíficos, descartamos la mayor parte de los estímulos sensoriales que recibimos, utilizamos tan solo una pequeña parte de la información de la que disponemos y nuestras mentes se encargan de recrear el resto. En otras palabras: lo que vemos no es lo que vemos, sino

La Hermandad Sacerdotal de San Pío X no es herética ni sedevacantista ni cismática


Es falso que se haya de considerar “herética” a la Hermandad.


Ni a mons. Lefebvre ni a los cuatro obispos que consagró los han acusado nunca de herejía las autoridades competentes, ni en sentido material ni en sentido propio o formal. No obstante ello, se han usado varias veces calificaciones absolutamente impropias para referirse a mons. Lefebvre, como las siguientes: mons. Lefebvre era “un hereje”, porque se comportaba “como rebelde” y era, por ende, “hostil” al Papa. El “obispo rebelde”, como lo definían y siguen definiéndolo ciertos periódicos, se vuelve “un hereje” en opi­nión de los más, debido entre otras cosas, a la ignorancia de las más elementales nociones del derecho canónico y de la teología de la Iglesia. Pero ¿quién es el hereje? Leamos por entero el c. 751 del Código de Derecho Canónico de 1983, que contiene asimismo la definición del apóstata y del cismático: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos».
Ni mons. Lefebvre ni los obispos y sacerdotes de la Hermandad han pertenecido nunca a ninguna de las categorías catalogadas en este canon. No aceptar el accidentado concilio ecuménico Vaticano II, al que se le imputan desde varias partes, no sólo desde la Hermandad, errores doctrinales así como ambigüedades graves, no significa en absoluto ser un hereje, visto que dicho concilio, como sabe todo el mundo, no proclamó verdades de fe “divina y católica”, o sea, no definió dogmas, sino que se declaró “pastoral”, y ello en un sentido nuevo y nada claro, puesto que el objeto declarado de esta “pastoral” era la puesta al día de la verdad católica en función de la mentalidad del “hombre moderno”.


No puede considerarse “cismática” a la Hermandad en sentido propio o formal.


¿No aprobaron en su momento los juristas de la Pontificia Universidad Gregoriana una “tesis” de licenciatura que sostenía lo mismo? (*). Así que, incluso a juicio de las autoridades vaticanas de hoy, no se dio jamás el famoso cisma lefebvriano. Lo que se verificó fue un “alejamiento”, afirma Su Eminencia, una separación, no un “cisma” en sentido propio. Intentemos explicar la sutil diferencia que media entre ambos.

¿Una situación de “alejamiento” constituye de suyo un cisma? Es evidente que no. El “alejamiento” que deriva de una desobediencia no es, si bien se mira, un auténtico “alejamiento” respecto de la Iglesia militante, puesto que la desobediencia no configura una situación que pueda definirse como cismática en cuanto tal; en caso contrario, habría que afir­mar que toda desobediencia constituye un cisma, lo cual no es verdad. Para que se dé un cisma no basta con una desobediencia: se necesitan otros elementos, que en el caso que examinamos brillan por su ausencia.

En 1988, mons. Lefebvre, frustrado por meses de negociaciones complejas y agotadoras que seguían sin desatar el nudo gordiano, fundamental para él, del nombramiento efectivo de uno o varios obispos ligados a la Tradición para guiar a la Hermandad, procedió a realizar las cuatro famosas consagraciones episcopales, desoyendo las exhortaciones papales a demorarlas más todavía. Dada la “necesidad” espiritual de muchas almas, que se dirigían a él en busca de ayuda desde todas partes del mundo católico, y dado también lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, mons. Lefebvre obró convencido de hallarse en un estado de necesidad: la necesidad de proveer a toda costa a la supervivencia de la Hermandad, seguro de respetar el espíritu de sus estatutos, que eran y siguen siendo los de una congregación cuya misión consiste en la formación de sacerdotes de una manera conforme con la Tradición de la Iglesia y en el mantenimiento de la santa misa de rito romano antiguo (denominada tridentina). Tamaña convicción, ya fuera acertada o errónea, impide en cualquier caso, si se está a lo que dispone el Código de Derecho Canónico de 1983, la aplicación de la censura de excomunión.

La desobediencia constituida por una con­sagración episcopal sin mandato pontificio la castigaba el Código de Derecho Canónico de 1917 con la suspensión a divinis. El có­digo actual, en cambio, prevé la excomunión latae sententiae (es decir, aplicable por el Papa sin proceso), a menos que haya circuns­tancias atenuantes o eximentes, entre las cua­les se cuenta la existencia y hasta la convicción, aunque fuese equivocada, de la exis­tencia del estado de necesidad. El código establece, en efecto, que, tocante al estado de necesidad, cuando la violación de la norma se efectúe por un acto intrínsecamente malo o que redunde en daño de las almas, se da en la "necesidad" nada más que una circunstancia atenuante, aunque suficiente para excluir la fulminación de la pena de excomunión, que ha de sustituirse por otra pena o por una penitencia. Si la violación, en cam­bio, se verificara con un acto que no fuera intrínsecamente malo ni redundase en daño para las almas [y una consagración sin man­dato, efectuada sin animus schismaticus, no es, ciertamente, una cosa mala en sí o que redunde en daño para las almas], entonces no se daría realmente imputabilidad alguna, por lo que no se podría irrogar una pena ni ninguna otra forma de sanción. Pero si el sujeto juzgara que se halla coaccionado a obrar en estado de necesidad, sin que su acción constituyera nada malo en sí, ni redundara en daño para la salud de las almas, entonces tendría derecho, en este caso, a solas las ate­nuantes, lo cual significa que también aquí, aunque mereciera la excomunión, ésta no podría ser fulminada, por lo que debería ser sustituida por otra pena o por una penitencia. Debe recordarse, además, que cuando el error de juicio que se mencionó más arriba tuviera lugar sin culpa por parte del sujete agente, entonces éste tendría derecho a la eximente en vez de a la atenuante (*).

Estando a lo que dice la ley, la desobediencia del llamado “obispo rebelde” no habría debido ser sancionada con la excomunión; de ahí que mons. Lefebvre y la Hermandad, amparados en su buena fe y convencidos de la existencia objetiva del estado de necesidad, sostuvieran siempre que la excomunión debía reputarse por inválida y que no se había verificado cisma alguno.
Pero no se dio ningún cisma no tanto a causa de la invalidez de la excomunión cuanto porque ni mons. Lefebvre ni los cuatro obispos que consagró tuvieron, ni mostraron tener nunca, una voluntad cismática. Hasta tal punto fue así, que mons. Lefebvre no confirió a estos últimos el poder de jurisdicción en sentido propio (lo cual demuestra, según nos parece, su buena fe), que supone una base territorial, organizada en auténticas diócesis.
La verdadera voluntad cismática se evi­dencia, en cambio, en declaraciones expre­sas por parte de los que se separan (como en el caso de Lutero, quien declaró a boca llena que no reconocía ya la autoridad del Papa como jefe de la Iglesia universal), y, en cualquier caso, se echa de ver en un comportamiento orientado a crear una “iglesia paralela” efectiva, como se suele decir, unas organización eclesiástica nueva, autocéfala, que no reconoce la autoridad del Papa (como hizo asimismo el propio Lutero, y como habían hecho antes que él los católicos de rito griego denominados “ortodoxos”, visto que la llamada “iglesia ortodoxa” o “griega” es, en realidad, una secta cismática). La Hermandad, en cambio, ha reconocido siempre la autoridad del Romano Pontífice y de los obispos, y ruega siempre por el Papa y por el ordinario local en la celebración de la santa misa. Además, nunca se ha organizado en parroquias o diócesis, paralelas a las oficiales de la santa Iglesia, sino tan sólo en “distritos”, que son realidades geográficas, no administrativas, dado que se identifican con las naciones o hasta con los continentes (distrito de Francia, de Italia, de Asia); se trata de realidades, de espacios, en cuyo ámbito los obispos ejercen una “jurisdicción supletoria” de base per­sonal y no territorial, es decir, tan sólo el poder de orden (impartir y administrar los sacramentos), que se puede aplicar en función de las necesidades causadas por las circunstancias, las cuales se expresan en las demandas concretas de las almas, de manera semejante a cuanto hacen los obispos en tierra de misión. Y, en efecto, el card. Castrillón reconoce que la Hermandad, a diferencia de los sacerdotes de Campos, «que mantenían de hecho una organización paralela a la diócesis», es una «asociación no reconocida [formalmente por la Prima Sedes y, por ende, no encuadrada en las figuras previstas en el código de 1983], servida por obispos que se declaran "auxiliares "» (entrevista citada publicada en 30 Giorni). Auxiliares porque, al no tener diócesis alguna, al no ejercer por lo mismo el poder de jurisdicción, al no gobernar, en suma, una organización paralela a la diócesis, ejercen la "jurisdicción supletoria" que se mencionó líneas arriba, según lo requieran los casos concretos a medida que éstos se presenten, ad personam, por el bien de las almas.


No es cierto que sea inválida la ordenación de los obispos y sacerdotes de la Hermandad.


¡Cuántas veces se ha oído decir que los sacramentos administrados e impartidos por los sacerdotes de la Hermandad carecían de validez porque sus ordenaciones tampoco la tenían, y que, por ende, asistir a las misas celebradas por ellos, o confesarse con los mismos, constituía sólo una pérdida de tiempo, o incluso un pecado, como si al hacer tales cosas, también los fieles se volvieran “heréticos” y “cismáticos”! Mas este modo de pensar ni respondía ni responde a la verdad.
El card. Castrillón ratificó el significado teológico y canónico exacto de las ordenaciones episcopales y sacerdotales de la Hermandad: son perfectamente válidas a despecho de que se hicieran ilegítimamente a causa de la prohibición de la autoridad suprema. Los obispos de la Hermandad son obispos a todos los efectos, así como son sacerdotes a todos los efectos los ordenados por ellos; y lo son también los ordenados por mons. Lefebvre después de ser suspendido a divinis por su negativa a cerrar el seminario de Ecône y a desmovilizar a la Hermandad, que había sido suprimida ilícitamente por el ordinario local en 1975 (ilícitamente porque el ordinario carecía de suyo del poder, que pertenece al Papa en exclusiva, de suprimir una congregación de vida común sin votos, cual era y sigue siendo la Hermandad: se necesitaba una autorización pontificia expresa, cosa que no se dio jamás).
Por eso, la ilegitimidad que se sigue atribuyendo hasta el presente a las ordenaciones de la Hermandad no significa invalidez. Sólo significa esto: que el individuo que cumplió el acto (el cual no deja de ser válido en sí mismo) queda sujeto a una sanción por parte de la autoridad legítima, al haber prohibido ésta a su tiempo la comisión del acto en cuestión, el cual se realizó, por lo mismo, sin su mandato. Se trata de un problema meramente disciplinario, de importancia secundaria, entre los obispos y curas ordenados y la Prima Sedes, un asunto interno de la jerarquía eclesiástica, que no atañe a los fieles en manera alguna, en el sentido de que no incide ni en la validez de dichas ordenaciones, ni en la de los actos que ejecutaron después, en el ejercicio legítimo de los poderes derivados de la ordenación misma, las personas que recibieron aquéllas (celebrar la santa misa, bautizar, confirmar, confesar, practicar exorcismos, etc.).
Si se reconoce, además, la existencia objetiva del estado de necesidad, que mons. Lefebvre no dejó nunca de invocar, entonces las ordenaciones que realizó ni siquiera son punibles, como que el estado de necesidad suprime la imputabilidad, según se vio. Desaparecería, pues, la nota de ilegitimidad que se sigue atribuyendo a las ordenaciones mismas. Sin embargo, la Santa Sede no ha llegado todavía, a lo que parece, a reconocer plenamente el estado de necesidad, que Mons. Lefebvre invocó en su momento.

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