La Hermandad Sacerdotal de San Pío X no es herética ni sedevacantista ni cismática


Es falso que se haya de considerar “herética” a la Hermandad.


Ni a mons. Lefebvre ni a los cuatro obispos que consagró los han acusado nunca de herejía las autoridades competentes, ni en sentido material ni en sentido propio o formal. No obstante ello, se han usado varias veces calificaciones absolutamente impropias para referirse a mons. Lefebvre, como las siguientes: mons. Lefebvre era “un hereje”, porque se comportaba “como rebelde” y era, por ende, “hostil” al Papa. El “obispo rebelde”, como lo definían y siguen definiéndolo ciertos periódicos, se vuelve “un hereje” en opi­nión de los más, debido entre otras cosas, a la ignorancia de las más elementales nociones del derecho canónico y de la teología de la Iglesia. Pero ¿quién es el hereje? Leamos por entero el c. 751 del Código de Derecho Canónico de 1983, que contiene asimismo la definición del apóstata y del cismático: «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos».
Ni mons. Lefebvre ni los obispos y sacerdotes de la Hermandad han pertenecido nunca a ninguna de las categorías catalogadas en este canon. No aceptar el accidentado concilio ecuménico Vaticano II, al que se le imputan desde varias partes, no sólo desde la Hermandad, errores doctrinales así como ambigüedades graves, no significa en absoluto ser un hereje, visto que dicho concilio, como sabe todo el mundo, no proclamó verdades de fe “divina y católica”, o sea, no definió dogmas, sino que se declaró “pastoral”, y ello en un sentido nuevo y nada claro, puesto que el objeto declarado de esta “pastoral” era la puesta al día de la verdad católica en función de la mentalidad del “hombre moderno”.


No puede considerarse “cismática” a la Hermandad en sentido propio o formal.


¿No aprobaron en su momento los juristas de la Pontificia Universidad Gregoriana una “tesis” de licenciatura que sostenía lo mismo? (*). Así que, incluso a juicio de las autoridades vaticanas de hoy, no se dio jamás el famoso cisma lefebvriano. Lo que se verificó fue un “alejamiento”, afirma Su Eminencia, una separación, no un “cisma” en sentido propio. Intentemos explicar la sutil diferencia que media entre ambos.

¿Una situación de “alejamiento” constituye de suyo un cisma? Es evidente que no. El “alejamiento” que deriva de una desobediencia no es, si bien se mira, un auténtico “alejamiento” respecto de la Iglesia militante, puesto que la desobediencia no configura una situación que pueda definirse como cismática en cuanto tal; en caso contrario, habría que afir­mar que toda desobediencia constituye un cisma, lo cual no es verdad. Para que se dé un cisma no basta con una desobediencia: se necesitan otros elementos, que en el caso que examinamos brillan por su ausencia.

En 1988, mons. Lefebvre, frustrado por meses de negociaciones complejas y agotadoras que seguían sin desatar el nudo gordiano, fundamental para él, del nombramiento efectivo de uno o varios obispos ligados a la Tradición para guiar a la Hermandad, procedió a realizar las cuatro famosas consagraciones episcopales, desoyendo las exhortaciones papales a demorarlas más todavía. Dada la “necesidad” espiritual de muchas almas, que se dirigían a él en busca de ayuda desde todas partes del mundo católico, y dado también lo avanzado de su edad y su delicado estado de salud, mons. Lefebvre obró convencido de hallarse en un estado de necesidad: la necesidad de proveer a toda costa a la supervivencia de la Hermandad, seguro de respetar el espíritu de sus estatutos, que eran y siguen siendo los de una congregación cuya misión consiste en la formación de sacerdotes de una manera conforme con la Tradición de la Iglesia y en el mantenimiento de la santa misa de rito romano antiguo (denominada tridentina). Tamaña convicción, ya fuera acertada o errónea, impide en cualquier caso, si se está a lo que dispone el Código de Derecho Canónico de 1983, la aplicación de la censura de excomunión.

La desobediencia constituida por una con­sagración episcopal sin mandato pontificio la castigaba el Código de Derecho Canónico de 1917 con la suspensión a divinis. El có­digo actual, en cambio, prevé la excomunión latae sententiae (es decir, aplicable por el Papa sin proceso), a menos que haya circuns­tancias atenuantes o eximentes, entre las cua­les se cuenta la existencia y hasta la convicción, aunque fuese equivocada, de la exis­tencia del estado de necesidad. El código establece, en efecto, que, tocante al estado de necesidad, cuando la violación de la norma se efectúe por un acto intrínsecamente malo o que redunde en daño de las almas, se da en la "necesidad" nada más que una circunstancia atenuante, aunque suficiente para excluir la fulminación de la pena de excomunión, que ha de sustituirse por otra pena o por una penitencia. Si la violación, en cam­bio, se verificara con un acto que no fuera intrínsecamente malo ni redundase en daño para las almas [y una consagración sin man­dato, efectuada sin animus schismaticus, no es, ciertamente, una cosa mala en sí o que redunde en daño para las almas], entonces no se daría realmente imputabilidad alguna, por lo que no se podría irrogar una pena ni ninguna otra forma de sanción. Pero si el sujeto juzgara que se halla coaccionado a obrar en estado de necesidad, sin que su acción constituyera nada malo en sí, ni redundara en daño para la salud de las almas, entonces tendría derecho, en este caso, a solas las ate­nuantes, lo cual significa que también aquí, aunque mereciera la excomunión, ésta no podría ser fulminada, por lo que debería ser sustituida por otra pena o por una penitencia. Debe recordarse, además, que cuando el error de juicio que se mencionó más arriba tuviera lugar sin culpa por parte del sujete agente, entonces éste tendría derecho a la eximente en vez de a la atenuante (*).

Estando a lo que dice la ley, la desobediencia del llamado “obispo rebelde” no habría debido ser sancionada con la excomunión; de ahí que mons. Lefebvre y la Hermandad, amparados en su buena fe y convencidos de la existencia objetiva del estado de necesidad, sostuvieran siempre que la excomunión debía reputarse por inválida y que no se había verificado cisma alguno.
Pero no se dio ningún cisma no tanto a causa de la invalidez de la excomunión cuanto porque ni mons. Lefebvre ni los cuatro obispos que consagró tuvieron, ni mostraron tener nunca, una voluntad cismática. Hasta tal punto fue así, que mons. Lefebvre no confirió a estos últimos el poder de jurisdicción en sentido propio (lo cual demuestra, según nos parece, su buena fe), que supone una base territorial, organizada en auténticas diócesis.
La verdadera voluntad cismática se evi­dencia, en cambio, en declaraciones expre­sas por parte de los que se separan (como en el caso de Lutero, quien declaró a boca llena que no reconocía ya la autoridad del Papa como jefe de la Iglesia universal), y, en cualquier caso, se echa de ver en un comportamiento orientado a crear una “iglesia paralela” efectiva, como se suele decir, unas organización eclesiástica nueva, autocéfala, que no reconoce la autoridad del Papa (como hizo asimismo el propio Lutero, y como habían hecho antes que él los católicos de rito griego denominados “ortodoxos”, visto que la llamada “iglesia ortodoxa” o “griega” es, en realidad, una secta cismática). La Hermandad, en cambio, ha reconocido siempre la autoridad del Romano Pontífice y de los obispos, y ruega siempre por el Papa y por el ordinario local en la celebración de la santa misa. Además, nunca se ha organizado en parroquias o diócesis, paralelas a las oficiales de la santa Iglesia, sino tan sólo en “distritos”, que son realidades geográficas, no administrativas, dado que se identifican con las naciones o hasta con los continentes (distrito de Francia, de Italia, de Asia); se trata de realidades, de espacios, en cuyo ámbito los obispos ejercen una “jurisdicción supletoria” de base per­sonal y no territorial, es decir, tan sólo el poder de orden (impartir y administrar los sacramentos), que se puede aplicar en función de las necesidades causadas por las circunstancias, las cuales se expresan en las demandas concretas de las almas, de manera semejante a cuanto hacen los obispos en tierra de misión. Y, en efecto, el card. Castrillón reconoce que la Hermandad, a diferencia de los sacerdotes de Campos, «que mantenían de hecho una organización paralela a la diócesis», es una «asociación no reconocida [formalmente por la Prima Sedes y, por ende, no encuadrada en las figuras previstas en el código de 1983], servida por obispos que se declaran "auxiliares "» (entrevista citada publicada en 30 Giorni). Auxiliares porque, al no tener diócesis alguna, al no ejercer por lo mismo el poder de jurisdicción, al no gobernar, en suma, una organización paralela a la diócesis, ejercen la "jurisdicción supletoria" que se mencionó líneas arriba, según lo requieran los casos concretos a medida que éstos se presenten, ad personam, por el bien de las almas.


No es cierto que sea inválida la ordenación de los obispos y sacerdotes de la Hermandad.


¡Cuántas veces se ha oído decir que los sacramentos administrados e impartidos por los sacerdotes de la Hermandad carecían de validez porque sus ordenaciones tampoco la tenían, y que, por ende, asistir a las misas celebradas por ellos, o confesarse con los mismos, constituía sólo una pérdida de tiempo, o incluso un pecado, como si al hacer tales cosas, también los fieles se volvieran “heréticos” y “cismáticos”! Mas este modo de pensar ni respondía ni responde a la verdad.
El card. Castrillón ratificó el significado teológico y canónico exacto de las ordenaciones episcopales y sacerdotales de la Hermandad: son perfectamente válidas a despecho de que se hicieran ilegítimamente a causa de la prohibición de la autoridad suprema. Los obispos de la Hermandad son obispos a todos los efectos, así como son sacerdotes a todos los efectos los ordenados por ellos; y lo son también los ordenados por mons. Lefebvre después de ser suspendido a divinis por su negativa a cerrar el seminario de Ecône y a desmovilizar a la Hermandad, que había sido suprimida ilícitamente por el ordinario local en 1975 (ilícitamente porque el ordinario carecía de suyo del poder, que pertenece al Papa en exclusiva, de suprimir una congregación de vida común sin votos, cual era y sigue siendo la Hermandad: se necesitaba una autorización pontificia expresa, cosa que no se dio jamás).
Por eso, la ilegitimidad que se sigue atribuyendo hasta el presente a las ordenaciones de la Hermandad no significa invalidez. Sólo significa esto: que el individuo que cumplió el acto (el cual no deja de ser válido en sí mismo) queda sujeto a una sanción por parte de la autoridad legítima, al haber prohibido ésta a su tiempo la comisión del acto en cuestión, el cual se realizó, por lo mismo, sin su mandato. Se trata de un problema meramente disciplinario, de importancia secundaria, entre los obispos y curas ordenados y la Prima Sedes, un asunto interno de la jerarquía eclesiástica, que no atañe a los fieles en manera alguna, en el sentido de que no incide ni en la validez de dichas ordenaciones, ni en la de los actos que ejecutaron después, en el ejercicio legítimo de los poderes derivados de la ordenación misma, las personas que recibieron aquéllas (celebrar la santa misa, bautizar, confirmar, confesar, practicar exorcismos, etc.).
Si se reconoce, además, la existencia objetiva del estado de necesidad, que mons. Lefebvre no dejó nunca de invocar, entonces las ordenaciones que realizó ni siquiera son punibles, como que el estado de necesidad suprime la imputabilidad, según se vio. Desaparecería, pues, la nota de ilegitimidad que se sigue atribuyendo a las ordenaciones mismas. Sin embargo, la Santa Sede no ha llegado todavía, a lo que parece, a reconocer plenamente el estado de necesidad, que Mons. Lefebvre invocó en su momento.

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Dichos de San Juan María Vianney (V)


“La mayor parte de los cristianos vive en pecado, esperando siempre tener una buena muerte, confiando en que dejarán el estado de culpa, que harán penitencia y que antes de ser juzgados repararán los pecados que cometieron. Mas el demonio los engaña, y no saldrán del pecado más que para ser precipitados al infierno”.
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“Cuanto más nos retrasamos en salir del pecado y volver a Dios, mayor es el peligro en que nos ponemos de perecer en la culpa, por la sencilla razón de que son más difíciles de vencer las malas costumbres adquiridas”.
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“Cada vez que despreciamos una gracia, el Señor se va apartando de nosotros, quedamos más débiles, y el demonio toma mayor ascendiente sobre nuestra persona”.
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“Cuanto más tiempo permanezcamos en pecado, nos ponemos en mayor peligro de no convertirnos nunca”.
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“¿No es verdad, amigo mío, que muchas veces piensas: dejemos hablar al cura, y hagamos nosotros nuestra vida ordinaria? Pues, amigo mío, tú te estás condenando”.
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“¿Cuál será nuestra desesperación en el momento final de nuestra vida terrena, al ver que podíamos salvarnos y que nos hemos condenado?”.
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“A cuántos ha arrastrado el demonio al infierno, con la esperanza de que se convertirían. Hermanos míos, ¿qué pensarán ustedes, que me escuchan y no practican la oración, ni se confiesan, ni piensan en convertirse?”.
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“Un momento más, y aquel pecador que vivía tranquilo en el pecado será juzgado y condenado; un instante más, y llevará consigo sus lamentos por toda la eternidad”.
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“De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Pero no fue así, previó que por nuestra soberbia, no habríamos resistido someternos unos a otros”.
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“Dios puso en el mundo ricos y pobres, para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas”.
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“Mi único deseo es amarte, Dios mío, y sé que te amaré en mi hermano…”
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“¡Oh! amoroso Dios, prefiero morir amándote que vivir un instante sin ti”.
*
Fuente: El Cura de Ars, Sufrir amando no es sufrir.

Origen del canto gregoriano


El origen de la antigua música eclesiástica, con carácter de monodia, cantada en la liturgia del Rito Romano bajo el nombre de Canto Gregoriano, se remonta a un pasado lejano. El nombre tradicional se deriva de el del Papa Gregorio el Grande (hacia el año 600). Gregorio I, fue Doctor de la Iglesia. Cursó leyes y hacia el año 570 obtuvo el cargo de praefectus urbis. Se retiró después a su propia casa, la cual convirtió en cenobio. En el año 578 se ordenó sacerdote y en el 590 fue elegido Papa; tuvo que hacer frente a una gran crisis por haber fracasado la restauración de Justiniano. Fue el primer pontífice que con su revisión pastoral y su reforma se abrió al mundo germánico. Debido a un dato aportado por su biógrafo, se admitió más tarde y de manera generalizada, que este Papa no sólo había pulido y arreglado el repertorio musical de la antigua música eclesiástica, sino que incluso fue él mismo autor, bien en parte o bien totalmente, de numerosas melodías. Fueron sus obras: pastorales, Regula pastoralis; hagiográficas, Libri quattuor dialogorum; y homilíticas Homiliae 22 in Ezech, y Homiliae 40 in Evang. En su iconografía se le representa frecuentemente escribiendo bajo el dictado e inspiración del Espíritu Santo, que aparece simbólicamente en forma de paloma situada cerca de su oído.Sin embargo, el Canto Gregoriano que en la actualidad podemos encontrar recopilado en varios volúmenes y formando un todo unitario, no es obra de un solo hombre ni siquiera de una sola generación. El conocimiento que poseemos de la historia y del origen de las melodías eclesiásticas está lejos de ser profundo ya que apenas han llegado hasta nosotros algunos pocos manuscritos anteriores al siglo IX. Afortunadamente, el estudio comparado de los viejos textos y de las formas litúrgicas ha arrojado nueva luz sobre este tema. Los graduales y las antífonas actuales contienen todos los cantos correspondientes al año eclesiástico, pero el orden en el que se nos presentan, no nos indica de qué períodos proceden las diferentes melodías ni tampoco a qué cambios han estado sometidos y cómo se han producido en el transcurso de los siglos.El cristianismo no rompió nunca con las formas culturales que ya existían en el momento de su aparición. Lo que hizo fue retomarlas y, solamente en caso de necesidad, adaptarlas para su propio empleo. El lenguaje y el arte del medio cultural se pusieron al servicio de la propagación del nuevo mensaje religioso. De este modo, los primeros cristianos utilizaron, sin duda, las melodías que previamente conocían.En Jerusalén y sus alrededores, donde se sitúa la zona en la que surgieron los primeros cristianos organizados, existían dos culturas, una al lado de otra, y también entremezcladas: la cultura tradicional puramente judía que tenía expresión en el templo y en los servicios de las sinagogas y la cultura de la civilización helenística que había surgido en los últimos siglos antes de Jesucristo y que se extendía por los países de la cuenca del Mediterráneo (desde Alejandría en Egipto, hasta Roma). Esta cultura creó un lenguaje común, el llamado griego helenístico, y en ella se fundieron otras varias culturas propias de los diferentes pueblos que formaban parte de este mundo tan amplio y variado. La liturgia de Roma -que se celebraba, en principio, en lengua griega y a partir del siglo IV ya en latín-, empleaba palabras de origen hebreo procedentes de la época anterior a Cristo, como "Hosanna", "Aleluya", "Amén", y también palabras griegas como "Kyrie eleisson" y "Agios" o Theos".La música primitiva proviene, esencialmente, de las sinagogas judías. Carecemos de datos acerca de la antigua música helenística para poder constatar sus huellas o su influencia sobre la música cristiana. En la liturgia cristiana podemos detectar, por el contrario, el claro influjo de la liturgia judía, como, por ejemplo, la plegaria que se entona cuando se enciende la lámpara a la caída de la tarde (Vísperas) "Deus in adjutorium meum intende. Domine ad adjuvandum me festina", o la santificación de las horas en los oficios (Primas, Tercias, Sextas y Nonas). Desde la salida hasta la puesta del sol, los antiguos cristianos dividían el día en doce horas.La alternancia de la lectura de los textos de la Sagrada Escritura y de los cantos se ha conservado a través de los siglos, al igual que persona de mayor rango entre las presentes dirija los rezos y que el diálogo establecido entre este "presbyteros" (sacerdote) y el pueblo (congregación), sea contestado por éstos últimos, siempre sobre sencillos motivos. El cantante solista mantuvo su importancia entre los primeros cristianos. En Occidente, su papel fue poco a poco siendo asumido por la "schola" (un pequeño grupo de cantores elegidos), y aquí reside la razón de la paulatina decadencia y posterior abandono de la florida ornamentación original de la melodía ( trinos, etc).Debido a su origen en las sinagogas, el Canto Gregoriano fue, en su principio, exclusivamente vocal. Los etíopes y los coptos todavía utilizaban los antiguos instrumentos de percusión tal y como se menciona en los salmos y que en los cultos de la antigüedad tan sólo eran utilizados en el templo de Jesuralén. Habría de transcurrir mucho tiempo antes de que el órgano hiciese su aparición en las iglesias occidentales; en Oriente, por el contrario, este instrumento se empleó en las festividades profanas.Durante los siglos que siguieron, el órgano encontró su verdadero lugar en los templos, acompañando, incluso, a la música Gregoriana que, en principio era, como antes apuntamos, únicamente de carácter vocal. Para unos, el verdadero Canto Gregoriano debe conservar esta forma desnuda de interpretación vocal sin acompañamiento, mientras que otros afirman que es conveniente el órgano y no desean ser privados de un acompañamiento que se les ha hecho tan familiar.En Occidente surgieron dos nuevos factores que determinaron poderosamente el curso de la música religiosa. Uno de ellos fue la oposición de la Iglesia Romana al excesivo empleo en las funciones litúrgicas de los himnos; el otro fue el cambio que sufrió la lengua de la liturgia con el paso del griego al latín, lo cual supuso que a partir del siglo IV hubiese que re-traducir los salmos a prosa latina. A partir de estos momentos, al mantener la línea melódica solista con carácter improvisatorio, que con frecuencia hacía uso de temas tradicionales, es posible encontrar de nuevo la expresión libre de los sentimientos descritos en los textos de los salmos, sentimientos de alegría, de serenidad, de arrepentimiento y de paz, de odio y de amor, es decir, todos aquellos sentimientos en los que los salmos son tan abundantes. Es aquí donde encontramos el verdadero fondo de la riqueza antifonal del repertorio que pertenece al Canto Gregoriano, muy en particular los cantos que acompañan ciertas partes de la celebración eucarística (misa): el Introito, el Ofertorio y la Comunión. El Canto Gregoriano constituye una auténtica fuente de inspiración para el libre desarrollo de la melodía y la expresión emocional de la música occidental.

Santa Teresa de Jesús y la Santa Misa


"Sin la Santa Misa, ¿qué sería de nosotros? Todos aquí abajo pereceríamos ya que únicamente eso puede detener el brazo de Dios. Sin ella, ciertamente que la Iglesia no duraría y el mundo estaría perdido sin remedio"