¡No te atrevas a encender estos cirios!


Terminada la misa, los últimos fieles dejaban poco a poco la iglesia matriz de San Alexander, en una villa cerca de Białystok, al este de Polonia. Afuera caía la noche, mientras el viento frío arremolinaba los copos de nieve. Estanislao, el pacato sacristán, estaba a punto de cerrar las puertas cuando un hombre alto y corpulento entró rápidamente al atrio del templo. Se sacudió un poco la nieve amontonada en su abrigo y lo saludó con cortesía.
Su acento lo delataba: era extranjero, tal vez ruso, lo que no sería extraño porque la frontera estaba cerca.
Se disculpó por llegar tan tarde y explicó:
–Voy de viaje y mañana temprano tengo que negociar un asunto muy importante para mí. Por eso decidí hacer una promesa a la Virgen. Mire, aquí tengo dos cirios y quiero encenderlos muy cerca de esa imagen de Nuestra Señora de la Paz, porque conozco la devoción que le tiene la gente de aquí.
Estanislao, un poco contrariado, le respondió que no se acostumbraba a encender velas en ese altar. Pero el forastero fue insistente, y para zanjar la situación sacó de su bolsillo tres monedas de plata. Una oferta difícil de rechazar para un padre de familia pobre y con muchos hijos.
–Bueno, creo que podría hacer una excepción… Mire, se las dejaré encendidas toda la noche, pero mañana temprano usted tendrá que recogerlas, porque al Padre Lozinskij no le gustará mucho verlas ahí.
El extranjero concordó, y después de cerciorarse de que las velas habían sido puestas en el lugar requerido, partió tan rápido como había llegado. Al sacristán le pareció un poco raro que alguien tan ansioso por hacer una promesa no rezara nada frente al altar o no hiciera la señal de la cruz al salir. Pero se encogió de hombros y pensó en otra cosa. Al fin y al cabo, el hombre parecía tener verdaderamente mucha prisa…
Terminado el arreglo, Estanislao se dispuso a cerrar bien la iglesia y luego marcharse, cuando frente al altar de la Virgen recordó que no había rezado todavía su último rosario.
“Bueno –pensó–, tal vez sea mejor terminar el rosario en casa, donde al menos habrá calor”. Sin embargo sintió un inesperado deseo de quedarse ante el altar de la imagen.
Además se veía muy bonita iluminada con esas dos velas, que por cierto eran enormes.
El frío aumentaba cada vez más en la iglesia vacía, ante lo cual Estanislao se cubrió con la chaqueta y el sombrero de piel para luego sentarse cerca del altar y empezar a rezar. La baja temperatura le daba un poco de sueño y se distraía entre avemarías y padrenuestros. Ya con la vista un poco nublada, creyó ver a uno de los ángeles del retablo inflando sus mejillas y soplando con fuerza los cirios del extranjero.
–¡Estoy soñando con los ojos abiertos!
Pero no obstante las velas se habían apagado. ¿Cómo era posible?
Miró en busca de una ventana abierta sin encontrar nada. ¿De dónde había salido el viento que apagó los cirios? Volvió a prenderlos sin entender bien lo sucedido, y para evitar la modorra decidió rezar de pie el resto del rosario. Antes de terminar la siguiente decena vio al mismo ángel –y ahora con toda claridad– soplando las velas por segunda vez. Las dos se apagaron al instante, dejando sólo un ondulante hilo de humo.
Estanislao se atragantó mientras un escalofrío subía por su espalda.
Hizo la señal de la cruz varias veces y dio tres pasos hacia atrás, pero en seguida recordó que estaba en una iglesia, y además frente a una imagen de la Virgen rodeada de ángeles. No, no podía ser cosa del maligno.
–¡Parece que el frío me hace ver visiones!
Una vez más encendió las velas y acabó de rezar lo más rápido que pudo.
Después se preparó para dejar la iglesia, pero antes se acercó titubeando hasta el ángel para observarlo mejor.
Para su asombro, la pintura pareció llenarse de vida, y mientras lo miraba fijamente, sopló sobre las velas una tercera vez. Apenas se apagaron, el ángel le dijo con voz suave pero muy firme:
–¡Estanislao, no te atrevas a encender estos cirios!
El pobre hombre soltó un grito y cayó hacia atrás, se levantó y salió corriendo despavorido hasta la casa del párroco. Tartamudeando y con los ojos desorbitados le contó lo ocurrido. Volvieron juntos al templo (el sacristán casi escondido atrás del sacerdote) y se detuvieron frente al misterioso altar. El Padre Lozinskij, una persona piadosa y al mismo tiempo muy firme, miró fijamente la imagen, los ángeles pintados y finalmente los cirios apagados. Una repentina sospecha vino a su mente, recogió las tales velas y se puso a examinarlas.
Comprobó que pesaban mucho más que lo normal. Con una navaja cortó uno de los costados para descubrir, atónito e indignado, que los grandes cirios escondían un poderoso explosivo. Girando hacia el sacristán con el rostro muy serio, le dijo:
–¡Mira, Estanislao! Este milagro nos enseñó lo vigilantes que debemos ser. Es bueno mostrar buena voluntad y caridad con todos, pero siempre hay que guardar una distancia prudente, ya que todo hombre tiene un lado malo. Además, por desgracia existen personas que hacen el mal deliberadamente, y eso no lo podemos negar.
“Así que mi querido Estanislao, tengamos los ojos siempre muy abiertos. Prestemos atención a los prudentes recados e inspiraciones que muchas veces el Buen Dios nos envía, pero no siempre tomamos en cuenta.”